El ciclo escolar 2019-2020 se caracterizó, principalmente, por la pandemia originada por el virus SARS-COV2 (coronavirus) y la enfermedad que causó en los seres humanos, conocida como COVID-19. Bastante se ha escrito, informado y opinado sobre este tema, así que no me detendré a hablar de ello (además de que no me corresponde hacerlo, porque carezco de los más básicos conocimientos de medicina y de todas las ciencias que pudieran estar involucradas en esto).
Lo que sí puedo relatar es el impacto que tuvo tan especial y extraordinaria situación en la manera de impartir cátedra y, muy particularmente, en la manera en que yo afronté el cierre de mi curso.
A mitad de marzo de 2020 y faltando alrededor de un mes de clases efectivas en el aula, la sociedad civil en México sorprendió a todos al actuar con un alto y bien reconocible nivel de autoorganización, imponiéndose a sí misma un cese de actividades económicas para frenar el contagio del coronavirus.
Las autoridades del país se mostraron escépticas y hasta renuentes ante la expansión de la enfermedad en el territorio nacional y se resistieron a decretar oficialmente la suspensión generalizada de actividades, lo que no ocurrió sino hasta varios días después y a través de una serie de decretos por demás cuestionables desde el punto de vista jurídico (tema del que tampoco voy a hablar, por lo menos en esta entrada del blog).
La Escuela Libre de Derecho, por su parte, suspendió las clases presenciales a partir del martes 17 de marzo de 2020 (el lunes 16 fue un día inhábil de acuerdo al calendario oficial).
Desde esa fecha, las autoridades escolares trabajaron intensamente en idear e implementar la mejor manera de concluir los cursos en tiempo o, por lo menos, con el menor retraso posible. Una de las medidas que tomaron, consistió en contratar los servicios de una plataforma electrónica de videoconferencias para cada grupo y dejarla a disposición de los profesores.
Además, las autoridades escolares previeron la capacitación del personal de la escuela, alumnos y claustro de profesores en el uso de la plataforma, la creación de manuales y la instalación de mesas de ayuda para quien lo necesitara.
Todo esto ocurrió prácticamente de un momento a otro, sin previo aviso, sin siquiera alguien que lo hubiese vaticinado a la manera de los profetas de estación de metro, tan comunes en muchos lados.
En pocas palabras: las clases en línea llegaron de la manera más abrupta que te puedas imaginar.
No podía ser de otra manera, por la sencilla razón de que las pandemias nunca anuncian su llegada. Y aunque desde diciembre de 2019 tuvimos en México noticias sobre la nueva enfermedad, todos la conceptualizamos como algo ajeno, distante y que no tendría por qué afectarnos demasiado. Vaya, era una enfermedad que hablaba en otro idioma, uno que ni siquiera usa nuestro alfabeto latino.
Por supuesto que estábamos en un error, pero eso es algo que sólo podemos comprender mirando en retrospectiva. En su momento, nadie previó la llegada del virus a nuestro territorio. Es más: me atrevo a decir que no hay un solo profesor en todo el territorio nacional que se haya preparado para la cuarentena. Y aquí no hablo únicamente de los docentes de la Escuela Libre de Derecho, sino de toda persona dedicada a la enseñanza en nuestro país.
En mi caso, al momento en que la Escuela Libre de Derecho cerró sus instalaciones, idee un plan para terminar mi curso.
Antes de saber que las autoridades adquirirían licencias de pago para usar la plataforma de videoconferencias, decidí utilizar mi propia cuenta (la versión gratuita), pero con un elemento adicional: las clases pregrabadas.
Como profesor de primer año de la carrera, suelo tener grupos de entre 50 y 60 personas en promedio. El grupo más grande que he tenido a lo largo de los más de diez años de labor ha sido de 75. ¿Cómo manejar a un grupo de ese tamaño a través de una videoconferencia? ¡Es prácticamente imposible!
Ni siquiera se me ocurrió intentarlo. Lo que hice fue grabar en vídeo mis clases y programar con mis alumnos una teleconferencia a la semana, sólo para preguntas y respuestas.
Todos los estudiantes entrarían a esas sesiones con el micrófono apagado y sin posibilidad de encenderlo. Todas las preguntas serían por escrito a través del chat y yo las contestaría oralmente. El verdadero core de la última parte de mi curso estaría en las «videoclases».
Con ese plan en la mente, compré unos audífonos inalámbricos con micrófono integrado, los emparejé a mi laptop, imaginé que estaba frente a mis alumnos y… comencé a hablar de Sociología y de su rama predilecta, la Sociología del Derecho.
Pero eso tampoco resultó fácil. En lo absoluto.
La mente es poderosísima, no lo niego, y el haberme visualizado previamente al interior del salón y frente al grupo ayudó bastante a que la experiencia no fuera tan extraña, pero no dejó de serlo. Quien no esté acostumbrado a hablar frente a una cámara sabrá a qué me refiero.
En mi caso, sólo había dado alguna vez un par de entrevistas a medios de comunicación, cuando defendí la causa de una actriz de televisión. Es cierto que he participado en programas de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados, y de la Asociación Nacional de Abogados de Empresa, pero en ambos casos la indicación que recibí fue no mirar directamente a la cámara. Eso era exactamente la contrario de lo que debía hacer ahora.
A ello hay que añadirle el fenómeno de escuchar la propia voz, algo que no experimentas con regularidad a menos que seas cantante o locutor (aunque esto está cambiando poco a poco para los abogados, como consecuencia de los juicios orales mercantiles en los que las audiencias son grabadas en vídeos que los litigantes tenemos el deber ético de repasar si queremos representar como se debe a nuestros clientes).
Y luego sobrevino una dificultad adicional. Sí, esa que estás pensando: el estar encerrado en casa con mi familia me obligó a escoger entre dos opciones: o grababa entre gritos, risas y llantos de mis pequeños niños o grababa a deshoras de la noche, con el ánimo de no despertar a esos mismos críos mientras trataba de parecer natural frente a la cámara.
Sí, los profesores, durante esta pandemia, enseñamos desde casa y enseñamos nuestra casa, cuidando de no tropezar con los juguetes de los hijos mientras miramos fijamente a la webcam.
Después de estas y algunas otras cuestiones que había que superar, me parece que el resultado de la primer vídeo clase fue aceptable. Cumplí mi cometido de impartir mi cátedra aunque el nerviosismo se me notara en cada momento de ese vídeo y que mi lenguaje corporal hiciera de mi incomodidad algo más llamativo que un anuncio luminoso del Times Square.
Los días pasaron, el encierro continuó y mi temario no se agotaba. Grabé más clases y, poco a poco, me fui sintiendo más cómodo cada vez, la cámara dejó de enfadarme y mi propia voz terminó por resultarme familiar (ojo: «familiar» no es sinónimo de «agradable»).
Luego descubrí la manera de hacer cortes al vídeo, lo que me dio un poco más de soltura: «si tartamudeo o me equivoco no pasa nada —pensé—, no tendré que repetir todo, simplemente corto lo que quiero eliminar y ya está».
Y me ocurrió lo que suele suceder con casi todo aquello que hacemos con pasión: una cosa llevó a la otra. Un día me hice esta pregunta: «¿Qué pasa si, además de sólo eliminar los errores, incluyo material gráfico adicional para que el vídeo sea más didáctico?»
Adquirí la licencia de un programa de edición (me aseguré de que fuera tan sencillo de operar que hasta un abogado pudiera hacerlo) y aprendí a usarlo poco a poco. Luego de saber cómo incluir esos apoyos visuales que quería, aprendí a incorporar efectos tanto a la imagen como al sonido y a incluir textos.
También adquirí un micrófono semi profesional, con lo que mejoró la calidad del audio. Aunque debo confesar que esta adquisición obedeció más bien a otro proyecto en el que estoy metido: el podcast de divulgación jurídica Secreto Profesional, que puedes escuchar aquí.
Así que, un mes después de haber iniciado esta aventura y sin poder aun ver el fin de la cuarentena originada por el coronavirus, terminé haciendo un vídeo sumamente perfectible tanto en la forma como en el contenido, pero que me enorgullece porque es el culmen de un proceso de expansión de mi zona de confort que duró apenas 30 días.
Un proceso que inició con un no saber bien a bien cómo grabar un vídeo desde la computadora hasta poder editar una clase con estándares que considero más o menos aceptables.
Me fue posible transitar todo este proceso de principio a fin gracias a una sola cosa. Desde el momento en que recibí la noticia de que las clases presenciales serían suspendidas en mi escuela, tuve perfectamente claro que, pasara lo que pasara, con COVID-19 o sin ella, a cualquier precio, yo terminaría mi curso de la mejor manera que me resultara posible.
Y así lo hice.
Y lo que más me satisface de todo esto es que estoy en muy buena compañía. Tan sólo por poner un ejemplo, Twitter, la red social que más frecuento, se encuentra plagada de nobles ejemplos de docentes que han puesto todo su ingenio en continuar sus clases a toda costa, a pesar del aislamiento.
Desde luego, los memes no podían faltar. Uno que llegó a mi timeline por casualidad me conmovió especialmente: una imagen dividida por la mitad mediante una línea horizontal, en la parte superior el título «la humanidad en 2020» y una imagen panorámica del Titanic a 45 grados de inclinación con la popa apuntando a las estrellas y la proa perdida en el gélido océano; en la parte inferior la frase «los profes dando clases online» titulaba un close-up de los músicos de la embarcación que, según se sabe o se cree, tocaron en la cubierta sus instrumentos hasta el último minuto en que les fue posible, mientras todos los demás luchaban por sus vidas antes que por escucharlos.
Y sí. La docencia es una pasión. Ninguna pandemia es capaz de detener esa necesidad interna de enseñar, porque compartir conocimiento es un acto de esperanza en la humanidad y en que saldremos a flote de esta crisis sanitaria. Es un acto de altruismo que se ejerce tanto en el aula como en casa, frente a una cámara que apunta cuidadosamente a la parte más presentable de la sala, de manera que ni el carrito montable ni la casa de muñecas ni el Buzz Lightyear que se quedó sin pila salgan a cuadro.
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Supongo que tendrás curiosidad de cómo fue esa última vídeo clase que grabé, así que la dejé disponible para ti, en mi canal de YouTube.
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Fantástica labor. Muchas felicidades, Gibrán.
¡Muchas gracias, Rebeca!