El siguiente texto es una transcripción corregida de la conferencia que impartí en la Comisión de Ética de la Barra Mexicana, Colegio de Abogados de México, el 15 de octubre de 2012.
Aunque la conferencia data de hace casi ocho años, considero que su contenido continúa vigente. El único cambio que me he permitido es el relativo al más reciente Código de Ética del Colegio, que data de 2017. Así que lo comparto como parte de la labor de divulgación jurídica que me he fijado como objetivo. Espero que sea útil y que abone un poco a este propósito.
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1. Justificación. 2. La responsabilidad ética del docente. 3. Aplicación del texto vigente del Código de Ética de la BMA a la docencia. 4. Responsabilidad frente a los alumnos. 5. Responsabilidad frente a la sociedad.
Antes de comenzar, deseo hacer patente mi más sincero agradecimiento a la Barra, por generar esta oportunidad de poner en la mesa de reconocimiento un tema que considero que es de capital importancia para el ejercicio ético de la profesión de abogado: el papel de la ética en la enseñanza del derecho.
Mucho se ha hablado desde la pedagogía de la ética del docente, pero es muy poco lo que se ha dicho sobre la ética del “abogado-docente”; la ética del docente filtrada por el cedazo de la práctica jurídica. Este es mi propósito el día de hoy.
Pero antes de comenzar, quisiera compartir la concepción, la manera en que veo esta charla: A la fecha, tan sólo sumo 6 años de práctica docente (de los cuales sólo uno es a nivel posgrado, y el resto en primer año de la licenciatura), por lo que mi deseo es compartir esa experiencia con todos ustedes, con el único fin de generar un espacio de discusión y de aportaciones concretas sobre la responsabilidad ética del docente. Lo veo de esta manera, porque la ética nos debe interesar a todos los abogados por igual, con independencia de lo larga o breve que sea nuestra trayectoria.
Es cierto que ningún nuevo director de orquesta ha debutado en Viena o dirigiendo a la Filarmónica de Berlín, y menos ante un público que goza del más fino oído; también es cierto que ese joven director jamás se aventurará en la interpretación de una sinfonía tan compleja como las de Bruckner o de Mahler, sino que escogerá un repertorio más sencillo para estrenarse.
Pero en este momento me siento en una situación contraria, dirigiéndome a un foro tan especializado y al que tanto respeto y admiración le tengo, para hablar de la responsabilidad ética del docente, y me figuro como un imberbe Dudamel tratando de conversar con los Karajan o los Bernstain sobre cómo debe atacarse una partitura tan compleja como las de Schönberg (porque así de complejo es el tema de la ética). Sin embargo, me aventuro por el inmenso honor que ello representa para mí y, si bien sé que no me pedirán un bis, también tengo la esperanza de, por lo menos, no salir abucheado de esta sala de conciertos.
1. Justificación
Antes de adentrarnos al tema central de esta charla, es necesario tratar sucintamente un tema preliminar: dilucidar por qué a los abogados, nos interesa –o nos debe interesar– el papel de la ética en la enseñanza del derecho. Este tema encuentra su respuesta en la sociología (o por lo menos yo le encuentro respuesta a través de dicha disciplina auxiliar, que es la que imparto en la Escuela Libre de Derecho, como titular).
En las Ciencias Sociales existen múltiples y variadas corrientes del pensamiento social, cada una aborda el estudio de la sociedad con sus propios instrumentos, conceptos y categorías de análisis. Pero dentro de estas divergencias, podemos encontrar algunos conceptos que, por tan generales, son aceptados de manera casi universal. Uno de estos conceptos fue desarrollado en el Siglo XX por Talcott Parsons dentro la teoría sociológica actual, y es el “rol social”. Se trata de un conjunto de comportamientos definidos social y culturalmente que se esperan que una persona (actor social) cumpla o ejerza de acuerdo con su estatus (posición al interior de una sociedad).
Ahora bien, una misma persona –un mismo actor social– desempeña al mismo tiempo diversos roles. Esto se conoce como “juego” o “set de roles”, y se refiere al repertorio de relaciones funcionales que una persona establece y representa con otros actores sociales en situaciones determinadas. Por ejemplo: una misma persona puede desempeñar el rol de profesionista y, al mismo tiempo, el de estudiante de posgrado, el de padre o madre de familia, y un larguísimo etcétera.
Todas estas son las funciones sociales que cada actor desempeña, y presentan un cierto grado de interacción, a veces conflictual, a veces complementaria: una mujer que es madre y trabajadora, por ejemplo, encontrará problemas para desempeñar satisfactoriamente ambos roles; sin embargo, un profesionista que, además de ejercer su profesión, enseña a otros y comparte con otros su experiencia, complementará el ejercicio de uno de estos papeles con el otro.
Aquí llegamos al punto fino de este tema preliminar: aquel que ejerce profesionalmente el derecho, tendrá un complemento que me atrevo a calificar de “necesario” en la docencia, porque el docente, al fungir como un facilitador del aprendizaje, debe estar preparado con su experiencia para dar al conocimiento que transmite una dimensión real (práctica), además de que, al enfrentarse al pensamiento del alumnado, puede encontrar mejores maneras de resolver problemas, al analizar la realidad desde una óptica si se quiere ingenua o inexperta, pero igualmente crítica que la del profesor más ejercitado.
Esta es la justificación de la presente conferencia: el ejercicio ético de la profesión de abogado se ve necesariamente reforzado con la práctica docente, que debe ser –por su parte– igualmente ética.
Dado que el ejercicio de la abogacía y la docencia conforman un set de roles que se complementan entre sí, podemos incluso considerar que esta última es una manifestación de aquél; es una forma de ejercer profesionalmente el derecho.
2. La responsabilidad ética del docente
Con este tema preliminar zanjado, podemos, ahora sí, entrar a la materia de nuestra exposición: ¿qué papel juega la ética en la enseñanza del derecho?
Es preciso reflexionar sobre la exigencia ética de la práctica educativa y resaltar que se trata de una tarea intrínsecamente moral en donde necesariamente intervienen nuestros juicios y valoraciones. La educación siempre será un proceso inacabado de adaptación crítica, en el que se transmiten preferencias, actitudes y valores.
En efecto, lo que hace un maestro, representará una imagen fuerte en la persona que lo escucha; es un ejemplo por seguir para los educandos; por eso, tiene que ser un guía desde su propia persona, es decir, un guía moral, porque él es una pieza fundamental en el proceso educativo, que conduce las mentes de los jóvenes a horizontes más amplios. Por ello, el abogado–docente debe iniciar su labor cuestionándose: ¿cómo concibe el conocimiento que enseña?, ¿cómo se presenta a sí mismo frente al alumno?, ¿qué recursos le concede para que aprenda por sus propios medios y que limitaciones ha identificado en él?
3. Aplicación del texto vigente del Código de Ética de la BMA a la docencia
Pero las cuestiones más trascendentes que el abogado–docente debe formularse son: ¿qué papel se concede a sí mismo?, y ¿qué papel le concede al alumno dentro de la relación educativa?
En la respuesta a esta pregunta, se centra la primera aportación mía para esta plática.
Sin duda, el alumno de licenciatura en derecho debe ser considerado, con toda la humildad que puede caber en el abogado–docente, como un servidor del derecho y un coadyuvante de la justicia (y aquí estoy usando los conceptos del Código de Ética de la Barra). Quizá las aportaciones que un lego haga al derecho y a la justicia no tienen el mismo peso específico que el de las aportaciones de un experimentado litigante, un fedatario, un juzgador o cualquier otro servidor público de larga trayectoria, pero no debemos perder de vista que –como dije al principio– el alumno también hace importantes contribuciones a la visión crítica del profesor, porque la enriquece y la ordena con sus preguntas y participaciones.
Me parece que todos estaremos de acuerdo en lo que acabo de afirmar. En el peor de los escenarios posibles, el alumno luchará pacientemente y en silencio por entender las enseñanzas del profesor; en otros casos, el alumno se adelantará a las conclusiones del que enseña, pero en el mejor de los mundos posibles –y esto me ha pasado, por fortuna, en incontables ocasiones– con su mente crítica y sedienta de verdad, el alumno pedirá explicación de nuestras afirmaciones y nos obligará a aclarar nuestras ideas.
Por ello, la función que el alumno desempeña no es menor; por el contrario, lejos de ser sólo un receptor de conceptos, interactuará con el profesor a un nivel intelectual comparable, en cierto modo, al del maestro. Casi podría afirmar –insisto, haciendo un ejercicio de humildad– que alumno y maestro aprenden al mismo tiempo, uno de otro.
Elevada la categoría del estudiante de derecho a un plano de igualdad con la del abogado–docente, podemos decir que al interior del aula se genera una relación entre éste con colegas suyos. Y el comportamiento de un abogado frente a sus colegas es un rubro previsto, precisamente, en la Sección Cuarta del Código de Ética de la Barra.
Cabe entonces preguntarnos: ¿es posible aplicar nuestro Código de Ética, a la función docente, sin reformarlo? Preguntarnos esto es importante, porque si respondemos afirmativamente, habremos salvado el problema de tratar de generar normas éticas para cada tipo de ejercicio profesional del derecho (lo que nos llevaría a que la Barra tuviera un Código de Ética más extenso que una novela de Dostoievski, o más difícil de seguir que la genealogía de los Buendía en 100 Años de Soledad). Y también es importante preguntarlo, porque si resolvemos esta cuestión afirmativamente, podremos dar una dimensión mayor a los preceptos que ya existen en nuestro Código, dándoles el tratamiento de principios.
La respuesta es –en mi concepto– afirmativa, por lo siguiente:
Como dije hace un momento, la docencia y la abogacía conforman un set de roles complementarios, pues el cumplimiento de la función como abogado practicante se complementa y enriquece a través del cumplimiento de la función como maestro, y viceversa. Luego entonces, la docencia puede considerarse una forma de ejercicio de la abogacía, por lo que le es aplicable el Código de Ética de nuestro Colegio, en su texto vigente, por virtud de lo dispuesto en su artículo 34 [18 en la versión original de la conferencia]:
Artículo 34. Las normas de este ordenamiento son aplicables:
34.1. A los integrantes del Colegio, cualquiera que sea la actividad que desempeñen, así como a los integrantes de las asociaciones correspondientes, dentro del territorio de los Estados Unidos Mexicanos;
[…]
Al dar al alumno un trato “de igual a igual” en el proceso de enseñanza–aprendizaje, encontramos el sustento necesario para aplicar los preceptos del Código de Ética, en su texto vigente, a la función magisterial; especialmente los de la Sección IV. El resultado de este breve argumento nos conduce a que el Código de Ética que nos rige como barristas, se proyecte hacia nuevos campos de la práctica del derecho, sin que sea necesaria modificación alguna de su texto.
Aplicar el Código de Ética de la Barra a la docencia es importante, porque uno de los objetos de nuestro Colegio es procurar el decoro y la dignidad de la abogacía y que su ejercicio se ajuste estrictamente a las normas de la moral y el derecho, y la docencia constituye uno de los caminos más efectivos para ello, precisamente porque la función del magíster refuerza la del abogado y se refuerza con ella.
Un ejemplo que quiero exponer, sobre la posibilidad de esta aplicación docente del Código, es el relativo al artículo 2.3 [41 en la versión original de la conferencia] de nuestro Código, que habla de la fraternidad y el respeto que debe imperar entre abogados.
El proceso de enseñanza–aprendizaje debe desarrollarse en un clima de fraternidad que enaltezca la profesión, y respeto recíproco. Esto se logra con la capacidad del abogado–docente de escuchar y aún de aceptar una opinión distinta al interior del aula, y con la capacidad del docente de disentir sin ofender. Cobra relevancia el deber de abstenerse cuidadosamente de expresiones injuriosas y de aludir a antecedentes personales, ideológicos, políticos o de otra naturaleza, de sus pupilos.
Podemos seguir ejemplificando la aplicación de más artículos de la sección IV del Código, pero necesitamos pasar a un siguiente rubro, así que me quedo sólo con un ejemplo. Baste decir que, al ejercer la docencia observando las disposiciones contenidas en el Código de la Barra, el abogado–docente cumple con el compromiso ético que debe asumir, primero, frente a nuestro Colegio de Profesionistas y frente a la comunidad jurídica en general, pues al ejercer con ética la docencia, coadyuva a la procuración de decoro y dignidad de la abogacía.
4. Responsabilidad frente a los alumnos
Hay un segundo tipo de responsabilidad ética del docente, pero ahora, específica frente a sus alumnos.
Por fortuna, aquí no hay mucho que argumentar, porque el Código de Ética se refiere al abogado como prestador de servicios. Y la docencia no es otra cosa que eso: prestar un servicio (y además, hacerlo con vocación, pero eso ya es tema de otra disertación).
El artículo 10 [26, en la versión original de la conferencia] de nuestro Código establece que las relaciones del abogado con su cliente deben ser personales, y su responsabilidad, directa, por lo que sus servicios profesionales no dependerán de un agente que intervenga entre cliente y abogado. De la misma manera, la relación del abogado–docente con su alumnado debe ser directa, reduciendo a su mínima expresión el uso de adjuntos o suplentes. La agenda o los compromisos de aquél, no pueden ser criterios para que acuda al auxilio de éste; por el contrario –y esta es una segunda propuesta concreta– son sólo dos causas las que justifican el apoyo de un adjunto:
- Que éste tenga un conocimiento más profundo que el del profesor en temas específicos del curso que imparte, o
- Que la figura del profesor adjunto sirva para formar a un abogado en la docencia; es decir, para ser un profesor de profesores.
En mi caso en particular, me apoyo en un profesor adjunto para el primero de estos dos propósitos, porque me auxilio de él en los temas de Sociología y de Sociología del Derecho que conoce mejor que yo.
Otro precepto de nuestro Código que encuentra aplicación en la labor docente es el 13.2 [29, en la versión original de la conferencia] que dispone que el abogado debe reconocer espontáneamente la responsabilidad que le resultare por su negligencia, error inexcusable o dolo. En idéntico sentido, el abogado–docente tiene el deber ético de reconocer espontáneamente los errores que cometa en sus exposiciones.
Según mi experiencia, el reconocimiento espontáneo del error propio trae aparejadas dos consecuencias positivas: La primera, obvia, consiste en que el alumno no guardará en su mente una apreciación falsa de la realidad como si fuera una verdad absoluta. La segunda, más compleja, consiste en que el alumno, al ver en el maestro a una figura de autoridad y un ejemplo a seguir, comprenderá la importancia de la “humildad”. Ser seguro con uno mismo (rubro que cobra especial relevancia en el carácter de un educando de apenas 20 años) implica ser humilde; humilde para reconocer que nos podemos equivocar y para afrontar con respeto a un auditorio que sabe más que el expositor en determinados temas.
Y podríamos seguir así, encuadrando los preceptos de nuestro Código de Ética a la labor docente, pero me parece que estos ejemplos son suficientes, por el momento, para ilustrar la responsabilidad ética del instructor frente a sus alumnos.
Deseo recalcar que no planteo reformar nuestro Código de Ética. Jamás me atrevería a proponer una empresa semejante, pues yo mismo no reúno los saberes necesarios para afrontarla. No, la propuesta se centra únicamente en llevar los preceptos de nuestro Código, tal cual se encuentran redactados, a la práctica docente; a la enseñanza del derecho.
5. Responsabilidad frente a la sociedad
Finalmente –y con esto marco ya los últimos compases de éste, mi concierto de estreno– existe una responsabilidad ética del docente frente a la sociedad.
Aquí echo mano de la Sociología Jurídica, para decir que las normas éticas tienen una función social genérica perfectamente identificable: La normatividad social (derecho, religión, reglas de trato social y, por supuesto, normas éticas) cumple una función de cohesión social, porque al orientar la conducta de los individuos, contribuyen al orden de la sociedad. Una sociedad ordenada es una sociedad unida; el orden social es el cemento que mantiene unidos a los componentes de la sociedad, y un individuo que se comporta en concordancia con la normatividad social, participa y genera al mismo tiempo ese orden tan necesario para la cohesión.
En tal sentido, el abogado–docente contribuye al orden y la cohesión social por partida doble: como coadyuvante de la justicia a través de su práctica profesional, y como formador de nuevas generaciones de abogados, igualmente comprometidos con el ejercicio ético de la profesión y que –precisamente por ese compromiso– participarán de mejor manera en el orden y la cohesión de la sociedad.
Dicho de una manera más sencilla: el abogado-docente que ejerce con idéntica eticidad su set de roles, se erige como el eje de un círculo virtuoso en el que se están formando constantemente abogados igualmente éticos y participantes de la cohesión y el orden sociales.
Y con esta idea termino esta breve disertación sobre la responsabilidad ética del docente, vista a través de la lente de mi experiencia. Es decir, una ética del docente que es ajena a la teoría, que les presento como decía Cervantes en el prólogo del Quijote: “monda y desnuda; sin el ornato de prólogos ni sonetos ni elogios”.
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