«No se pregunten qué puede hacer su país por ustedes sino qué pueden hacer ustedes por su país».
John F. Kennedy (discurso redactado por Ted Sorensen, su speechwriter)
Una de las más importantes características de los líderes, los directivos de empresas y los altos funcionarios públicos consiste en la claridad que poseen respecto de sus objetivos y sus metas. Se trata de una cualidad que no suele replicarse en el común de los seres humanos y que casi siempre pasa inadvertida.
Cuando vemos a un líder actuar, cuando tratamos con él, nos parece una persona con una especial habilidad para conseguir victorias en situaciones adversas o que cuenta con una fuerza y una energía inusitadas. Pero debemos entender que estas peculiaridades son, en realidad, la consecuencia de un rasgo más importante aún, un distintivo que acompaña a aquellos que han sabido colocarse en las más altas esferas de su sector: siempre comienzan con un fin en mente.
Desde que toman posesión de su cargo ―e incluso mucho antes de ello― tienen claros los pasos que van a dar y hacia dónde se van a dirigir. Tienen una visión y tienen planes perfectamente definidos. Esta claridad es lo que les permite generar resultados en tiempos sumamente cortos, llamar la atención sobre lo que están haciendo y construir una red cada vez más sólida de contactos y seguidores que los vuelve más y más fuertes cada vez.
Sin embargo, la claridad en los fines que persiguen no necesariamente va acompañada en de otra habilidad fundamental en el ámbito de las relaciones sociales: el sutil arte de comunicar.
Saber transmitir nuestras ideas a nuestras respectivas audiencias es casi tan importante como tener un buen desempeño; es más, sin temor a equivocarme puedo afirmar que la comunicación es un ingrediente sin el cual es prácticamente imposible dar buenos resultados.
Sea cual sea la naturaleza del cargo o de la función a desempeñar, en la mayoría de los casos es necesario informar una situación, exponer una idea, argumentar en su defensa, convencer sobre ella, exhortar a llevar a cabo alguna acción y, en general, persuadir sobre la importancia de nuestras decisiones.
Se trata hacer partícipes a nuestros conciudadanos, electores, clientes, alumnos o capital humano, respecto de en qué consiste nuestro trabajo, por qué es importante lo que hacemos y cuál es el trasfondo de cada una de nuestras decisiones.
Y desde que el ser humano camina sobre la tierra en dos pies y a pesar de lo mucho que han evolucionado los medios de comunicación y de la tecnología que nos rodea, la expresión oral continúa siendo la mejor herramienta para lograrlo.
La expresión oral, el discurso, cumple precisamente esa función: unir con palabras bien empleadas los fines que el líder tiene en mente con todas aquellas personas que de una u otra manera se verán involucradas con su ejecución.
El discurso es la divulgación de los propósitos de todo líder.
Aquí es donde entra en acción, justamente, el speechwriter, una persona que día tras día, desde la mañana hasta la noche, trabaja para redactar el mensaje perfecto, para que la idea del líder sea transmitida en el tono y la cadencia correctas.
Hay quienes opinan que escribir discursos es un arte, pero en mi opinión, se trata más bien de un oficio: un conjunto de habilidades y destrezas que se van logrando con la práctica.
Es un oficio que no se aprende en la Universidad, para el que no hay cursos ni formación académica de ningún tipo y que no cualquiera puede ejercer porque requiere de un perfil muy especial. Demanda una bien desarrollada vocación por el servicio, maestría en el empleo del lenguaje, facilidad para escribir, cultura general inusitada, pericia extrema para investigar datos muy concretos y específicos en muy poco tiempo y un muy fino olfato para las noticas y las tendencias del momento.
Por si lo anterior fuese poco, para ser un buen escritor de discursos es necesaria una comprensión profunda de tres elementos que están presentes y se replican en todo proceso de comunicación: la personalidad del orador, la naturaleza del cargo que ocupa, el público al que se dirige y el objetivo que persigue.
Todo esto es esencial para poder escribir un discurso que sea relevante y significativo, que esté construido con base en pruebas sostenibles y argumentos coherentes y que tome en cuenta el lugar y el momento en que se pronuncia (un acto local o nacional, un medio de difusión, una red social o una campaña electoral, por ejemplo).
Es por esto que, detrás de todo líder, directivo de empresas y alto funcionario público hay siempre un escritor, capaz de traducir en palabras y frases poderosas y adecuadas, el mensaje preciso y consonante con ese objetivo que el alto funcionario se ha trazado desde que tomó posesión de su cargo.
El escritor de discursos es, en realidad, un estratega y un aliado capaz de convertir una visión ―la visión del líder― en un mensaje memorable y de interés.
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Inicié este artículo con la cita de un famoso discurso de John F. Kennedy, considerado como uno de los más grandes oradores que ha habido en la historia. Se trata del discurso que pronunció el 20 de enero de 1961, cuando rindió protesta como el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América.
Ese discurso fue redactado en realidad por uno de sus asesores más cercanos y speechwriter oficial, escritor oriundo de Nebraska y fallecido en 2010: Ted Sorensen.
Y Ted Sorensen era, curiosamente, un abogado.
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Espero que estas reflexiones te resulten útiles y que te ayuden a encontrar formas para monetizar tu conocimiento jurídico.
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